viernes, 29 de enero de 2010

Orígenes del asado vernáculo


"Primero, llegó a la brumosa costa del Mar Dulce, con ánimos de conquista y fundación, Don Pedro de Mendoza. Fracasó en la empresa y la ciudad de Santa María de los Buenos Ayres, fue nuevamente pampa, nada, una empresa doblemente incendiada por el ardiente calor de los veranos. Habían quedado, eso sí, una docena de vacunos, que los indios respetaron, seguramente, por asco, o por un ecologismo inconciente. Cuando casi cincuenta años después don Juan de Garay se acerca a la segunda fundación de la ciudad, son millones los bovinos que se han internado en las llanuras pastosas.
Cien años después comienzan a exportarse los cueros. Falta mucho tiempo todavía para que los saladeros permitan mandar al exterior las carnes conservadas, por supuesto en sal y muchísimo, muchísimo tiempo más para que nazca la cadena de frío, con barcos aptos para transportar carnes congeladas.
Esta historia, tan breve, no es relatada por ocio o diversión. No se precisan tantos cueros. Los vacunos siguen reproduciéndose. El hombre de campo, al que luego se llamará gaucho, es un nómade, y como todo nómade no le interesa convertirse en agricultor, ni en ganadero asentado. De las vacas, quieren los cueros, insisto y las lenguas, que podrán vender, curadas en salmuera. Vender y transportar. Poco más querían de las vacas: sus ijares (el vacío) y las tapas de nalga, asadas con su cuero, para que la gelatina que se formara entre el cuero y la carne actuara como conservadora. Modales de nómades, por supuesto. El resto del animal quedaba casi entero, para gloria de esas aves rapaces: los caranchos. Como los caballeros del Asia, como los caballeros nómades del Cáucaso que clavaban sus largas espadas en la tierra y dejaban que el fuego quemara las carnes atravesadas en ellas, los primeros asados de los gauderios fueron también de hierro, tierra y fuego. Es, según el antropólogo Claude Lévy Strauss, la más primitiva forma de comer que el hombre inventa. Esta: que pone en contacto la comida cruda, con las llamas. ..."
(Fragmento de la introducción a la comida argentina en la zona cental del país) El Libro de la Cocina Criolla (reeditado en 2009 por Edicol) sus autores: Juan Carlos Martelli y Beatriz Spinosa.

lunes, 11 de enero de 2010

A propósito del Bicentenario

La cocina Criolla
Acaba de salir a la venta una reedición de El libro de la Cocina Criolla (Edicol, Ed. Cooperativa de Editores 2009) que escribimos con Juan carlos Martelli en 1991 y estaba absolutamente agotado. En dicho libro sostenemos la teoría, que habíamos planteado en El Gran libro de la Cocina Argentina (Ed. Circulo de Lectores 1985), teoría que generó discusiones entre quienes pensaban que existía una cocina argentina y quienes lo negaban. En efecto, la cocina argentina existe, pero no es una cocina autóctona, es decir procedente de técnicas y productos anteriores al descubrimiento de las "Indias Occidentales", como es el caso de las cocinas de herencia maya, azteca o incaica.
La cocina argentina, se ha hecho desde ya, de la influencia altoperuana, andina, colonial hispana pero, sobre todo, se define en la actualidad por las distintas corrientes migratorias que la poblaron sucesivamente desde el siglo XIX y hasta mediados del XX. Por eso y en concordancia con la diversidad climática y geográfica, esta cocina se puede catalogar en cuatro zonas: la Central, donde prevalece la carne vacuna; el Noroeste, de mayor influencia andina; el Sur que guarda las costumbres centroeuropeas; y el Nordeste -acaso la mas autóctona- ya que procede semántica y tradicionalmente de la antigua cocina guaraní. Por criollo se entiende naturalmente, algo que ha pasado por el tamiz de las culturas y participa en parte de lo originario (ya sea por el uso del producto o por la metodología de elaboración) modificados por la diversidad étnica, los acontecimientos históricos y la geografía.

domingo, 7 de septiembre de 2008

ossobùco

A Fuego Lento (Cap. V)

Vedere Napoli e dopo Morire


Era una frase que escuché repetidamente a lo largo de mi infancia. En el escritorio rojo, verde y blanco, junto al teléfono de candelero -que no se cambió jamás a pesar del paso del tiempo- hojeaba a veces, La Divina Comedia: Lashiati Ogni speranza...
Fue por entonces que Maragrita empezó a tener pesadillas. Ella las atribuía a que comía demasiado por la noche. Empezó a hacer una dieta rigurosa. A la noche sólo una papilla de maicena o alguna fruta.
-La carne -decía- no tengo que comer carne porque después sueño.
Alguna vez le pregunté:
- ¿Qué soñás?.
-Había escuchado sus gritos llamándolo al padre y sabía que esos sueños se repetían siempre a la misma hora. Y no eran sólo sueños, se levantaba y así en camisón, deambulaba por el patio, subía a la terraza,trepaba al muro que tenía como una suerte de escalones y gritaba hacia la calle. Siempre lo mismo, llamando al padre.
- ¿Qué soñas?. Le pregunté
Estoy en una montaña, alto, desde allí se ve el mar. O acaso un río. Es muy azul y tengo miedo. Estoy alto en la montaña. Me doy vuelta y veo la casa de Celenza. Nunca la conocí. Pero la veo. De adentro de la casa sale un hombre todo vestido de negro., me sigue. Yo corro, está detrás mío, estoy al borde del precipicio. Abajo está el mar. Sigo corriendo. Lo llamo a papá porque sé que está ahí. Sé que tiene que estar cerca. Lo llamo a papá y me caigo y voy cayendo hacia el mar. Y grito y grito más fuerte y me despierto.

Una receta del Cap V
Embutidos caseros
Los salchichones eran los preferidos de mamá. Esther me contó muchas veces que solía darse grandes atracones con ellos. Esta receta pertenece a un libro que muchos años después encontré en La Reja. Es de 1892 y fue editado por Garnier Hnos. en Paris, se llama nada menos que El Libro de las Familias y tiene al decir del libro mismo, una curiosa colección de recetas útiles. Pertenece a León Krebs y es un atuténtico manual para la elaboración de chacinados y conservas caseros. Explica desde cómo hacer los famosos jamones de Maguncia hasta un completísimo estudio sobre el método Appert. En él debía inspirarse mi abuelo para hacer sus chacinados.

sábado, 2 de febrero de 2008

A Fuego Lento


Hay un momento de quiebre en el que el tiempo transcurrido se torna irrecuperable. Hay un punto en que todo recuerdo, toda memoria se han solidificado en instantes precisos, en imágenes casi oníricas. Momentos puntuales: un paisaje, un reflejo en el agua o en las hojas de los árboles, una casa, un festejo, una palabra y, tal vez, una despedida o un nacimiento. Pero siempre, o casi siempre la comida estará presente. Porque frente a la mesa se sellan pactos, se hacen proyectos, se dicen cosas tiernas y de las otras. El acto de comer se entremezcla entonces con la historia.




La Reja, los veranos

Un olor especial, inolvidable. Hecho de briznas, de tierra húmeda, de plantas , de frutos pudriéndose al sol. El zumbido denso de los insectos durante las siestas y ese placer único: andar a caballo a campo abierto, cuando el viento corta el rostro y el pastizal ondula como el mar.
Don Luigi había plantado parras, con una técnica aprendida en Italia. Detrás de la casa, en Celenza -decía-había hileras de parras trepando por la montaña. A fines del verano, daban unas uvas doradas. Las sacábamos en canastos de mimbre y hacíamos un vino que guardábamos en pequeñas barricas. Era perfumado y mineral. Era como si el agua del Forture, se mezclara con la piedra. El quiso repetir allí sus recuerdos. Pero un día los caballos le destruyeron todas las estacas de las vides. Cargó su rifle y dijo que si los caballos volvían a cercarse a sus parras, los mataría. (A Fuego Lento, Cap. 9).