sábado, 2 de febrero de 2008

A Fuego Lento


Hay un momento de quiebre en el que el tiempo transcurrido se torna irrecuperable. Hay un punto en que todo recuerdo, toda memoria se han solidificado en instantes precisos, en imágenes casi oníricas. Momentos puntuales: un paisaje, un reflejo en el agua o en las hojas de los árboles, una casa, un festejo, una palabra y, tal vez, una despedida o un nacimiento. Pero siempre, o casi siempre la comida estará presente. Porque frente a la mesa se sellan pactos, se hacen proyectos, se dicen cosas tiernas y de las otras. El acto de comer se entremezcla entonces con la historia.




La Reja, los veranos

Un olor especial, inolvidable. Hecho de briznas, de tierra húmeda, de plantas , de frutos pudriéndose al sol. El zumbido denso de los insectos durante las siestas y ese placer único: andar a caballo a campo abierto, cuando el viento corta el rostro y el pastizal ondula como el mar.
Don Luigi había plantado parras, con una técnica aprendida en Italia. Detrás de la casa, en Celenza -decía-había hileras de parras trepando por la montaña. A fines del verano, daban unas uvas doradas. Las sacábamos en canastos de mimbre y hacíamos un vino que guardábamos en pequeñas barricas. Era perfumado y mineral. Era como si el agua del Forture, se mezclara con la piedra. El quiso repetir allí sus recuerdos. Pero un día los caballos le destruyeron todas las estacas de las vides. Cargó su rifle y dijo que si los caballos volvían a cercarse a sus parras, los mataría. (A Fuego Lento, Cap. 9).

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